EL UNIVERSO ES EL CORAZÓN DE UN BISONTE (Segunda parte)

(SEGUNDA PARTE)

¿Qué es la realidad? Si alguna vez te has hecho esta pregunta, te animo a que leas a continuación la segunda parte de este artículo. El universo es… ¿el corazón de un bisonte?

(Lee la primera parte pinchando AQUÍ)

Desde pequeño he sentido una gran atracción por la insondable oscuridad de las cavernas. En mi memoria guardo amables recuerdos de las numerosas visitas que realicé, junto a mis padres, a las fantásticas cuevas de Nerja; también de aquel lejano día en que hice espeleología con mis primos en una zona oculta de aquellas grutas. En la profundidad de esos espacios se palpa, sin duda, una atmósfera inefable que todo aquél que los ha visitado ha debido reconocer.

Hace muchos años leí el celebérrimo libro Los chamanes de la prehistoria (imagen al final de este artículo), donde Jean Clottes y David Lewis-Williams desarrollan una interesante teoría que sugiere que las pinturas rupestres de las cuevas estaban dotadas de alguna intención ritual, valorando incluso la posibilidad de que muchas de aquellas ilustraciones representasen imágenes “de otro mundo”, imágenes de un mundo chamánico (no voy a entrar en cuánto puede haber de “real” en estas visiones o en qué consisten dichos estados alterados de conciencia, tan estudiados en centenares de culturas de todo el globo desde un punto de vista antropológico). A raíz de esta lectura me interesé a posteriori por La cueva y el cosmos, de Michael Harner, que, a pesar de ser una obra que me causó cierto interés, refleja demasiada información que no comparto.

Tras terminar aquel libro de Clottes y Lewis-Williams, casi me sentí obligado, al poco tiempo, de comprar un pequeño facsímil (imagen al final), publicado en los años 60, sobre los apuntes que había redactado Marcelino Sanz de Sautuola después de ser el descubridor científico (1875) de las cuevas de Altamira y su maravilloso arte rupestre de más de 35.000 años de antigüedad. No hay nadie que al escuchar el término Altamira no evoque automáticamente esas rojizas manadas de bisontes que recubren sus paredes de roca, como si fuesen los techos de una catedralicia y prehistórica Capilla Sixtina.

Quiero hacer un breve paréntesis para dejar a continuación un soneto de mi admirado Borges, titulado El bisonte:

Montañoso, abrumado, indescifrable, 
rojo como la brasa que se apaga, 
anda fornido y lento por la vaga 
soledad de su páramo incansable. 
El armado testuz levanta. En este 
antiguo toro de durmiente ira, 
veo a los hombres rojos del Oeste 
y a los perdidos hombres de Altamira. 
Luego pienso que ignora el tiempo humano, 
cuyo espejo espectral es la memoria. 
El tiempo no lo toca ni la historia 
de su decurso, tan variable y vano. 
Intemporal, innumerable, cero, 
es el postrer bisonte y el primero.

Honestamente, se me eriza la piel al releer este poema. Con sus dos últimos versos, Borges, en su genialidad, nos hace reflexionar sobre el tiempo y la eternidad.

Sé que me repito a menudo con el mismo tema, y por eso voy a hacerlo una vez más: el tiempo no existe. Además de que estoy convencido de ello por alguna que otra experiencia personal que quizás algún día desvele, dicha afirmación debe ser una realidad a la luz de diversos avances científicos llevados a cabo en las últimas décadas (fundamentalmente en la rama de la física). Yo mismo, que llevo más de dos decenios interesado por esta cuestión, intenté dilucidar algunos de mis propios pensamientos sobre el tema en el siguiente artículo: “¿Y si te asegurasen que ya has vivido tu vida infinitas veces?”

Si el tiempo es sólo una construcción mental, insisto: ¿qué es la realidad? Si la contemplación de la naturaleza o del arte (incluido aquél que sobrevive, milenario, en la profundidad de una caverna) nos eleva y nos eriza el vello de la piel, ¿no es posible que quizá, después  de todo, la realidad y el mundo sólo existan para ser percibidos (esse est percipi), como sugería Berkeley?

La misma mano que antaño, con sus trazos, dibujó un bisonte, sin saberlo estaba dibujando todo el universo.

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