CUANDO EL ORO APRIETA (Primeras páginas)

Puedes leer a continuación las primeras páginas de mi novela de humor Cuando el oro aprieta. Dejo aquí una breve sinopsis:

«En esta aventura ferozmente divertida, un bandolero sevillano huye a América atraído por la fiebre del oro de 1849. Una serie de disparatados contratiempos lo llevan hasta el remoto pueblo de Sinner Horn. Entre un elenco de variopintos personajes y siempre acompañado por las travesuras de un niño, se verá obligado a investigar unos extraños sucesos que están perturbando las rutinas del Salvaje Oeste. Con el peso de la nostalgia sobre sus espaldas, puede que únicamente en la resolución de dichas intrigas se encuentre su billete de vuelta a las añoradas tierras de las que procede».

Si tienes interés, puedes adquirir el libro en cualquier librería. También a través de Amazon y en la página de Editorial Amarante, tanto en Ebook como en formato físico. En la propia web de la editorial puedes descargar un archivo con más páginas.

Cuando me disponía a iniciar estas líneas, Lero, me he acordado de ese raquítico y estrafalario personaje que, siempre pululando por los alrededores de la iglesia de Santa María la Mayor, parecía un junco de lo flaco que era. Tantísimas veces lo hemos visto proceder y actuar del mismo modo en su esquina favorita que me lo estoy figurando ahora mismo en mi cabeza como si lo tuviese delante de mis narices. Con su inolvidable apariencia esquelética, su tez oscura, sus ojos aceitunados y su prominente turbante en la frente, casi diría que lo veo ante mí por enésima vez.
Sí, lo estoy viendo y lo estoy oyendo una vez más, anunciándose como originario de la exótica India y afirmando que su nombre y su linaje se remontan siglos atrás hasta reputados ascetas y pudientes marajás. Muchos, sin embargo, aseguran que es marroquí, que simplemente se llama Mohamed y que antes vendía verduras en el mercado de Tánger.
A bombo y platillo se las da de filósofo y hechicero, aunque es «farandulero» lo que en contrapartida y con frecuencia le gritan, acusándolo así de ilícitas y malas artes para embaucar a su público. A pesar de esta polémica y de los abucheos, él no se corta un pelo y pone cara de alfaquí. Ignorando las quejas y las recriminaciones, se mete de lleno en sus faenas salmodiando con un tarareo hipnótico:
—¡Jamalají, jamalajá!
Después suelta una monserga en la que entremezcla súplicas en árabe, vituperios en español y ambigüedades en enoquiano, con la que hasta los más escépticos acaban quedando anonadados cuando lo ven luego levitar sin hilos ni cuerdas a más de dos palmos del suelo. Tras esta teatralidad pone fin a sus chocantes invocaciones del mismo modo a como les da inicio, esto es, con la habilidad de un faquir, metiéndose la punta de un sable por los agujeros de la nariz y sacándosela por los de las orejas.
Por su extrema delgadez, Lero, ya cuando partí de vuestro lado se rumoreaba que este lumbrera tenía los días contados, porque a la primera somanta de palos que le dieran por su jeta los huesos no le iban a soportar tanta sacudida. Durante su patético espectáculo circense y tirando del batiburrillo de pamplinas que en su propia boca cosecha, le he oído varias veces plagiar incluso algunas citas bíblicas y decir con desfachatez que su reino no es de este mundo. A los musulmanes les cuenta que no come cerdo, y a los que no profesamos la religión de Alá nos dice que, como buen hindú, las vacas son sagradas para él. Lo cierto es que de lo uno y de lo otro, cuando la ocasión raramente se lo permitía, yo mismo lo he visto comerse unos chuletones que quitan el hipo.
Nada tiene que ver este individuo conmigo, tampoco con la historia que aquí te voy a relatar, pero debo reconocer que sí soy ahora consciente de la gran angustia que probablemente intenta esconder detrás de sus palabras y de sus ademanes. Ni él ni yo parece que hayamos encontrado nuestro lugar. Ignoro las razones que le han obligado a abandonar su tierra; en mi caso, Lero, los motivos son más que conocidos.
Únicamente la redacción del presente manuscrito, aunque sea engañando al corazón, me permite acortar la larga distancia que me separa de vosotros; una distancia que por medios físicos, de momento, intuyo insalvable.
Por tanto, con esta mentirijilla de papel y en vistas de la posibilidad de que no volvamos a vernos en esta vida de limitaciones —sino que directamente lo hagamos en aquella otra que carece de muros que la confinen—, insisto, haciendo uso de puño y letra y entreviendo la incertidumbre del futuro, me dispongo a narrar a continuación, para ti y todos vosotros, Lero, la rocambolesca historia de la que he sido partícipe, durante la última semana, en estos áridos parajes.
Antes de nada, no obstante, quiero emplear estas primeras páginas para expresar hacia afuera las impresiones que, por dentro, me he formado sobre estos territorios en los dos meses de estancia que llevo adiestrándome en ellos; la mayoría de las cuales, te lo aviso ya, son del todo lastimeras y desoladoras: así que amigo, te lo suplico por lo que más quieras, ten paciencia, presta atención a mis palabras y apiádate de mí.

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Björn Blanca van Goch

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